13 de diciembre de 2016

Thirty-two.

Han sido unos meses, o tal vez años, lo que he necesitado para finalmente darme cuenta de que es cierto eso de que la vida puede cambiar en tan sólo unos segundos. Quizás me estuve negando a mí misma – todas y cada una de las veces en las que se daba la ocasión – que una cosa así fuera posible, o quizás ya lo sabía pero no tenía la fuerza necesaria para aceptarlo. Hoy, después de haber dejado pasar el tiempo, y las ganas; después de decenas de noches en vela, pensando y suspirando nombres y planes con destinatario anónimo; después de haber sentido numerosos desgarros en el pecho, y después de haberme perdido a mí misma en mensajes de buenos días durante tantas y tantas mañanas para más tarde reencontrarme en mensajes de buenas noches durante tantas y tantas madrugadas… he sentido que por fin tengo la entereza y la osadía para afrontar el hecho de que la vida cambia en tan sólo unos segundos.
Una palabra. El silencio. Una mirada. Un gesto. Una confesión. Una verdad. O una mentira. Un adiós. O un hasta pronto. Una sonrisa. Una lágrima. Un suspiro. Una llamada. O un mensaje.
Todo, absolutamente todo puede contribuir a un cambio. Y sea positivo, o más bien negativo, es ese cambio el que te da un vuelco al corazón, el que te hace agachar la cabeza, no entender nada, o no querer entender, seguir adelante tratando de hacer como si nada, intentando sentir lo mismo que ayer. Pero no, es imposible. Porque tu vida ya ha cambiado; en ese segundo, con esa palabra, esa confesión. Ha cambiado y lo ha hecho como jamás quisiste creer que lo haría: en tan sólo unos segundos.

2 de septiembre de 2016

Thirty-one.

He pensado en decenas de maneras con las que podría empezar esto y no se me ha ocurrido ninguna mejor que ésta que acabas de leer. Después he sonreído y he seguido escribiendo.
Como si de una broma del destino se tratase, he dejado de pensar y te he escuchado escribir. Y ha sido sólo en ese momento cuando he decidido – o me he dado cuenta por fin – que estoy harta.
He dado un rodeo por los recuerdos de mi vida y he sentido un escalofrío tras haber contado la cantidad de veces en las que ya he sufrido esta situación. Y no pienses que no la sigo sufriendo, lo hago contigo, por ti, cada día y sobre todo cada noche. He sentido el temor de estar perdiendo algo que no tengo todavía y que, probablemente, nunca logre tener. Me esfuerzo, lo prometo, pero esto no tiene nada que ver con mi coraje, no hay nada que yo pueda hacer contra ello.
Pero no creas que me rindo, nunca lo he hecho. Una y otra vez he querido seguir adelante sin miedo a los ‘peros’, los ‘quizás’ o las despedidas a largo plazo. Si de algo he tenido miedo en todo este tiempo es a perder – aunque sobre todo a tener que asimilar lo perdido – todo lo que he obtenido a base de esfuerzo y constancia.
Hoy te escribo a ti porque no podía más. Hoy mi alma, la ansiedad, el tiempo que pasa y mis lágrimas pesaban como nunca, y he echado de menos el momento en el que apareces de repente y me liberas de toda carga. Porque no sería tu primera vez.
Sé que me comprendes, o al menos que lo harás cuando comiences a percibir, o a advertir, que esto que siento es muy parecido a lo que sientes tú. Cuando sepas que hoy he llorado y que no me ruborizo al decirlo. Cuando sepas que he llegado a un límite que, cuando supe de ti, jamás imaginé ni siquiera rozar. Cuando sepas que no es la primera vez que me ocurre esto y que por ello tengo cientos de motivos por los que sentirme frágil. Cuando sepas que se rompe un pedazo en mi interior cada día que pasa, cada noche que hace frío y no tengo tu calor.
Maldigo cada parte de ti. Maldigo este número como tantas veces maldije otros. Maldigo el tiempo cuando no avanza, y lo maldigo cuando no tiene que avanzar pero lo hace. Maldigo los sitios que me brindan recuerdos amargos, o no tanto. Maldigo el destino, maldigo los motivos, maldigo mi mala suerte.
Maldigo todos y cada uno de los segundos. Y los minutos y las horas; que además pasan sin saber muy bien cómo ni por qué…
Pero bueno, ya lo ves. Yo sigo escribiendo y tú sin leer.


Te escribo cartas que nunca leerás.

8 de julio de 2016

Thirty.

Otra noche. Y otra vez está ocurriendo. Tumbado en mi cama, boca arriba, consigo volver a arrepentirme de las cosas que no hice cuando debí hacerlas. Y la veo a mi lado cuando giro la mirada, con su cabeza apoyada en la almohada, sonriéndome, siendo ella, tal y como a mí me gustaba. Acaricio su pelo. Le miro a los ojos. Escucho su risa. Y no me aparto ni un segundo de su lado porque sé que en cualquier momento esto va a terminar. Cierro los ojos y al abrirlos se ha ido, como ocurrió ayer, como sé que volverá a ocurrir mañana. Porque eso es lo que ocurre cada noche cuando, al intentar dormir, los recuerdos me persiguen y me obligan a permanecer despierto…
Una vez alguien logró crear ciertas dudas en mí. Y aunque hoy, y cada día, al volver la vista atrás siento que, por un instante, debería haberlo meditado de forma más precisa, siempre obtengo la misma conclusión: no me arrepiento de lo que hice. Y sin embargo, es otro el pensamiento que constantemente gana la batalla: me arrepiento de lo que no hice. Hoy me encuentro en esta terraza a oscuras, siento el viento golpearme la nuca y con él esas sonrisas, esos abrazos, las caricias o los besos, los ‘te quiero’, esos suspiros de madrugada, o esas miradas traviesas… que nunca ocurrieron. Pero me levanto tembloroso, apoyo los brazos en la barandilla y, mirando al negro horizonte que ahora se halla delante de mí, lo comprendo: ganar una batalla no significa haber ganado la guerra. Sonrío.
Por extraño que parezca me he acostumbrado – sí, lo he hecho – a contemplarte sólo en sueños, en mis peores delirios, en estas noches agonizantes y de constante lucha, en mis jaquecas interminables y los insomnios más eternos… Me he acostumbrado a estar sin ti pero contigo, a tenerte y perderte tan sólo unos segundos después. Y si pudieses escucharme estarías de acuerdo, que hay cosas que parecen ser y ocurren, pero también hay cosas que no son, y que no ocurren jamás. Como el volver a verte. Y sí, ya lo sé, que ‘nunca’ es una palabra tabú, que el deseo debería doler, o que no hay forma de saber qué nos deparará el mañana. Pero hoy lo he visto claro. He pensado en ti sin saber por qué y lo he entendido. Y no hay razón o explicación posible para definir cómo me he sentido al saber, que pase el tiempo que pase, jamás volveremos a vernos. Que dejaremos todo aquello atrás sin posibilidad de retomarlo, sin riesgo a fallar de nuevo, sin ocasiones para arrepentirnos o dejarlo pasar. Porque nada de eso volverá a suceder. Y a pesar de que tu sonrisa, tus ojos, tus manos y otras tantas cosas extraordinarias me gritan cada noche, cuando tumbado boca arriba en la cama trato de quedarme dormido, que te sienta como antes, que te quiera, que tenga esperanza… yo no puedo. Ya no. Porque cuando he pensado en ti no he necesitado jurarlo, simplemente lo he visto claro.
Y después de haber distinguido una noche más tu figura en mi cama, de haberte perdido por no sé cuál vez en menos de un mes y de haber sentido cómo volvía a arrepentirme de lo que no hice, me he recordado a mí mismo, susurrando, que pese a haber vuelto a ganar una batalla, no debo dejar que él gane esta guerra. Finalmente el círculo se completará, y sólo me quedará perfeccionarlo y vivir con ello mientras estas sensaciones ceden ante mis múltiples intentos por dejarlas atrás. Pero me lo tengo que repetir, por mí, por esa promesa, porque siento que el instante en el que todo esto acabe está próximo: sólo una más. Sólo una noche más.

3 de junio de 2016

Twenty-nine.

Ahí está, delante de ti, brillante como el primer día, llamándote y esperando a ser pulsado. Y tú, que unos meses atrás ni siquiera sabías de su existencia, te encuentras allí, frente a él, con la vista fija en su forma y su única curva. Y tus ganas, que no se desvanecen ni lo harán, siguen latiendo con la misma fuerza con la que late tu corazón cada vez que te plantas ahí, en esa habitación oscura en la que sólo estáis él y tú. Caminas despacio, levantas tu mano derecha, te acercas muy lentamente, parpadeando como si fuera un sueño del que de repente despertarás, pero no lo haces, sigues caminando, y sigues con el brazo alargado hacia su posición, firme, y un tanto distante, con miedo, pero con seguridad. Y cuando lo tienes a tan sólo unos centímetros de ti es cuando ha llegado el momento, ése en el que no se puede dar marcha atrás, en el que ya nada es blanco o negro, en el que ya no vale decidir, en el que de nada sirve arrepentirse… El momento en el que el ‘no’ se hace a un lado para dejar todo su protagonismo a un ‘sí’ que gana fuerza con el paso de los milisegundos que pasas delante de él, con indecisión pero sin posibilidad de elegir. Así que ocurre, de esa forma, sin esperarlo, sin haberlo deseado, sin haberlo meditado o reflexionado. Ocurre y no puedes frenarte porque has perdido por completo el control de tu dedo índice que, más deprisa que despacio, y sin querer, se acerca a tan sólo unos milímetros, lo roza y lo sientes en la yema, frío, calculador, poderoso… y lo pulsas. Brillante como nunca se ríe de ti, has caído, ahora lo más difícil será salir de aquí…

Tres años después. Abres los ojos y maldices lo que ves. Estás de nuevo en esa habitación de la que tanto te costó salir. Y él, que una vez más brilla delante de ti, se ríe, se burla, porque sí: has vuelto a caer. Y lo peor de todo es que sientes que de nuevo pierdes el control de tu cuerpo. Que no puedes parar. Que no puedes pensar. Que no puedes evitarlo. Que tampoco quieres. Que ves cómo sin saberlo has vuelto a cerrar los ojos y sentir. A anhelar. A soñar. A creer… Los recuerdos se pasean por tu mente tranquilos, despreocupados, con ganas de hacerte saber que siguen allí aunque los quieras fuera, para siempre. Y una vez más, aunque la primera sensación es la de huir, caminas hacia su curva, burlona, brillante, sonriente… malvada. Estiras tu brazo. Tu dedo índice se acerca cada vez más, despacio, como ya pensabas que ocurriría, como ya sabes que no se puede eludir. Tu piel se eriza, fría, asustada, resbaladiza, se eriza como no se erizó aquella vez. Y lo intuyes, que esta vez es diferente, que es más fuerte, que duele más, presiona más, dejará mayor número de cicatrices. Tu brazo, en alto, va por delante. Y tu dedo, que ya se ha acercado lo máximo posible a él, decide por ti. Y en ese milisegundo sucede todo. Porque a pesar de la oscuridad, de lo peligroso, lo perjudicial, a pesar del dolor y el sufrimiento, de las lágrimas, de la soledad, a pesar de saber todo lo malo que te espera… ahí estás, una vez más, sin poder hacer nada por impedirlo. Tu dedo lo roza y ocurre. Y a oscuras, sin salida, reaccionas y te das cuenta: lo has vuelto a hacer, sin querer, sin premeditarlo. Lo has pulsado y deshacerlo será complicado. Porque sí: aquel botón es, una vez más, el botón que jamás debiste pulsar.

15 de enero de 2016

Twenty-eight.

Hay ilusiones que nunca mueren, que hacen herida y dejan cicatrices, que duelen y que desesperan; son ilusiones que permanecen a tu lado y te susurran ‘algún día’, ilusiones que pesan y te destrozan por dentro, y también por fuera. Hay ilusiones que sacan sonrisas, que aparecen y desaparecen a su antojo sin dejarte un minuto para respirar; son ilusiones que quitan el aliento y despiertan pasiones, ilusiones esperanzadoras que hielan y deshielan sentimientos en desiertos y mares de dudas y palabras que no se llegan a pronunciar. Hay ilusiones que rompen, y que reparan. Hay ilusiones que vuelven y otras que nunca se van, que te sonríen, irónicas y maliciosas, que hacen énfasis en tu autodestrucción y proyectan el holograma de un futuro que puede ser, pero que puede no ser, de un futuro clavado en la piel y que recorre tus venas. Porque hay ilusiones, de las buenas y de las malas, ilusiones cegadoras, ilusiones que hacen llorar o ilusiones a secas. Ilusiones que juegan contigo, ilusas ilusiones ilusionantes que ilusionadamente te ilusionan hasta dejarte sin habla, hasta que ellas mismas pierden su propio sentido en este sinfín de desesperanza.