Ahí
está, delante de ti, brillante como el primer día, llamándote y esperando a ser
pulsado. Y tú, que unos meses atrás ni siquiera sabías de su existencia, te
encuentras allí, frente a él, con la vista fija en su forma y su única curva. Y
tus ganas, que no se desvanecen ni lo harán, siguen latiendo con la misma
fuerza con la que late tu corazón cada vez que te plantas ahí, en esa
habitación oscura en la que sólo estáis él y tú. Caminas despacio, levantas tu
mano derecha, te acercas muy lentamente, parpadeando como si fuera un sueño del
que de repente despertarás, pero no lo haces, sigues caminando, y sigues con el
brazo alargado hacia su posición, firme, y un tanto distante, con miedo, pero
con seguridad. Y cuando lo tienes a tan sólo unos centímetros de ti es cuando
ha llegado el momento, ése en el que no se puede dar marcha atrás, en el que ya
nada es blanco o negro, en el que ya no vale decidir, en el que de nada sirve
arrepentirse… El momento en el que el ‘no’ se hace a un lado para dejar todo su
protagonismo a un ‘sí’ que gana fuerza con el paso de los milisegundos que
pasas delante de él, con indecisión pero sin posibilidad de elegir. Así que
ocurre, de esa forma, sin esperarlo, sin haberlo deseado, sin haberlo meditado
o reflexionado. Ocurre y no puedes frenarte porque has perdido por completo el
control de tu dedo índice que, más deprisa que despacio, y sin querer, se
acerca a tan sólo unos milímetros, lo roza y lo sientes en la yema, frío,
calculador, poderoso… y lo pulsas. Brillante como nunca se ríe de ti, has
caído, ahora lo más difícil será salir de aquí…
Tres años después. Abres los ojos y maldices lo que ves. Estás de nuevo en esa
habitación de la que tanto te costó salir. Y él, que una vez más brilla delante
de ti, se ríe, se burla, porque sí: has vuelto a caer. Y lo peor de todo es que
sientes que de nuevo pierdes el control de tu cuerpo. Que no puedes parar. Que
no puedes pensar. Que no puedes evitarlo. Que tampoco quieres. Que ves cómo sin
saberlo has vuelto a cerrar los ojos y sentir. A anhelar. A soñar. A creer… Los
recuerdos se pasean por tu mente tranquilos, despreocupados, con ganas de
hacerte saber que siguen allí aunque los quieras fuera, para siempre. Y una vez
más, aunque la primera sensación es la de huir, caminas hacia su curva,
burlona, brillante, sonriente… malvada. Estiras tu brazo. Tu dedo índice se
acerca cada vez más, despacio, como ya pensabas que ocurriría, como ya sabes
que no se puede eludir. Tu piel se eriza, fría, asustada, resbaladiza, se
eriza como no se erizó aquella vez. Y lo intuyes, que esta vez es diferente,
que es más fuerte, que duele más, presiona más, dejará mayor número de
cicatrices. Tu brazo, en alto, va por delante. Y tu dedo, que ya se ha acercado
lo máximo posible a él, decide por ti. Y en ese milisegundo sucede todo. Porque
a pesar de la oscuridad, de lo peligroso, lo perjudicial, a pesar del dolor y
el sufrimiento, de las lágrimas, de la soledad, a pesar de saber todo lo malo
que te espera… ahí estás, una vez más, sin poder hacer nada por impedirlo. Tu
dedo lo roza y ocurre. Y a oscuras, sin salida, reaccionas y te das cuenta: lo
has vuelto a hacer, sin querer, sin premeditarlo. Lo has pulsado y deshacerlo
será complicado. Porque sí: aquel botón es, una vez más, el botón que jamás debiste pulsar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario