15 de enero de 2016

Twenty-eight.

Hay ilusiones que nunca mueren, que hacen herida y dejan cicatrices, que duelen y que desesperan; son ilusiones que permanecen a tu lado y te susurran ‘algún día’, ilusiones que pesan y te destrozan por dentro, y también por fuera. Hay ilusiones que sacan sonrisas, que aparecen y desaparecen a su antojo sin dejarte un minuto para respirar; son ilusiones que quitan el aliento y despiertan pasiones, ilusiones esperanzadoras que hielan y deshielan sentimientos en desiertos y mares de dudas y palabras que no se llegan a pronunciar. Hay ilusiones que rompen, y que reparan. Hay ilusiones que vuelven y otras que nunca se van, que te sonríen, irónicas y maliciosas, que hacen énfasis en tu autodestrucción y proyectan el holograma de un futuro que puede ser, pero que puede no ser, de un futuro clavado en la piel y que recorre tus venas. Porque hay ilusiones, de las buenas y de las malas, ilusiones cegadoras, ilusiones que hacen llorar o ilusiones a secas. Ilusiones que juegan contigo, ilusas ilusiones ilusionantes que ilusionadamente te ilusionan hasta dejarte sin habla, hasta que ellas mismas pierden su propio sentido en este sinfín de desesperanza.

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