3 de junio de 2016

Twenty-nine.

Ahí está, delante de ti, brillante como el primer día, llamándote y esperando a ser pulsado. Y tú, que unos meses atrás ni siquiera sabías de su existencia, te encuentras allí, frente a él, con la vista fija en su forma y su única curva. Y tus ganas, que no se desvanecen ni lo harán, siguen latiendo con la misma fuerza con la que late tu corazón cada vez que te plantas ahí, en esa habitación oscura en la que sólo estáis él y tú. Caminas despacio, levantas tu mano derecha, te acercas muy lentamente, parpadeando como si fuera un sueño del que de repente despertarás, pero no lo haces, sigues caminando, y sigues con el brazo alargado hacia su posición, firme, y un tanto distante, con miedo, pero con seguridad. Y cuando lo tienes a tan sólo unos centímetros de ti es cuando ha llegado el momento, ése en el que no se puede dar marcha atrás, en el que ya nada es blanco o negro, en el que ya no vale decidir, en el que de nada sirve arrepentirse… El momento en el que el ‘no’ se hace a un lado para dejar todo su protagonismo a un ‘sí’ que gana fuerza con el paso de los milisegundos que pasas delante de él, con indecisión pero sin posibilidad de elegir. Así que ocurre, de esa forma, sin esperarlo, sin haberlo deseado, sin haberlo meditado o reflexionado. Ocurre y no puedes frenarte porque has perdido por completo el control de tu dedo índice que, más deprisa que despacio, y sin querer, se acerca a tan sólo unos milímetros, lo roza y lo sientes en la yema, frío, calculador, poderoso… y lo pulsas. Brillante como nunca se ríe de ti, has caído, ahora lo más difícil será salir de aquí…

Tres años después. Abres los ojos y maldices lo que ves. Estás de nuevo en esa habitación de la que tanto te costó salir. Y él, que una vez más brilla delante de ti, se ríe, se burla, porque sí: has vuelto a caer. Y lo peor de todo es que sientes que de nuevo pierdes el control de tu cuerpo. Que no puedes parar. Que no puedes pensar. Que no puedes evitarlo. Que tampoco quieres. Que ves cómo sin saberlo has vuelto a cerrar los ojos y sentir. A anhelar. A soñar. A creer… Los recuerdos se pasean por tu mente tranquilos, despreocupados, con ganas de hacerte saber que siguen allí aunque los quieras fuera, para siempre. Y una vez más, aunque la primera sensación es la de huir, caminas hacia su curva, burlona, brillante, sonriente… malvada. Estiras tu brazo. Tu dedo índice se acerca cada vez más, despacio, como ya pensabas que ocurriría, como ya sabes que no se puede eludir. Tu piel se eriza, fría, asustada, resbaladiza, se eriza como no se erizó aquella vez. Y lo intuyes, que esta vez es diferente, que es más fuerte, que duele más, presiona más, dejará mayor número de cicatrices. Tu brazo, en alto, va por delante. Y tu dedo, que ya se ha acercado lo máximo posible a él, decide por ti. Y en ese milisegundo sucede todo. Porque a pesar de la oscuridad, de lo peligroso, lo perjudicial, a pesar del dolor y el sufrimiento, de las lágrimas, de la soledad, a pesar de saber todo lo malo que te espera… ahí estás, una vez más, sin poder hacer nada por impedirlo. Tu dedo lo roza y ocurre. Y a oscuras, sin salida, reaccionas y te das cuenta: lo has vuelto a hacer, sin querer, sin premeditarlo. Lo has pulsado y deshacerlo será complicado. Porque sí: aquel botón es, una vez más, el botón que jamás debiste pulsar.