Me quedé mirándole fijamente a los ojos. Me sentía
incapaz de apartar la mirada de aquellos luceros que tanto me habían dado
durante aquellos años. Sin embargo, y en contra de mi voluntad, y, por qué no,
de mis todavía sentimientos, me dije por dentro que debía darme la vuelta y
marcharme para siempre. Era lo único que podía hacer. Había estado meses
tratando de arreglar algo que llevaba roto todo ese tiempo, y a pesar de haber
hecho todo lo posible por que todo fuera como al principio, no lo conseguí, no
sin su ayuda. Yo era la única que había tratado de unir todos los pedacitos que
estaban por el suelo tirados de ese ‘nosotros’ que una vez pensamos que sería
para siempre. Una lágrima comenzó a caer por mi mejilla al observar que él
tampoco quería apartar su mirada de mis ojos y que estaba sufriendo, mucho, tal
vez como nunca. Y que era ahora cuando por fin se había dado cuenta de todo lo
que había perdido, tal vez sin querer. Pero ya era tarde, muy tarde. Negué con
la cabeza en un intento de hacerle saber que no había nada más que pudiéramos
decir o hacer para solucionarlo, que era innecesario alargar más aquel momento
y que de nada servirían nuestras lágrimas, pues ahora era él quien también
estaba llorando. Agaché la cabeza al fin, separándome de esos ojos que me
hipnotizaban y, poco a poco, me di la vuelta. Eché a andar, dejándole atrás,
sin nada más que decir, con todos aquellos momentos, todos esos besos y
abrazos, todas aquellas palabras que tan lejos quedaron de hacerse realidad, y
un millón de sueños y suspiros que jamás llegaron a convertirse en algo más que
simples sueños y suspiros.
Y
el mundo se paró de repente. Mis sentidos morían lentamente mientras yo seguía
caminando. No lograba escuchar otra cosa que no fueran mis lágrimas brotar de
mis ojos y recorrer mi cara. Y mis pasos, que cada vez iban más despacio, resonaban
con fuerza en mi cabeza. Mis piernas dejaron de moverse y mi cerebro me ordenó
que me girara inmediatamente. Y entonces lo comprendí. Mis sentidos recobraron
la fuerza y la entereza que a mí me faltaban y actuaron por mí: corrí hacia él,
corrí muy deprisa, como si se esfumase ese tren que te lleva a tu destino
final, el que sabes que es el correcto, el que tienes que coger sí o sí… Y
salté en su espalda. Y grité. Puse los pies en el suelo, él se dio la vuelta
lentamente y me miró, estaba llorando. Negamos a la vez con la cabeza; ambos
sabíamos que no estaba bien, que estábamos volviendo a equivocarnos. Pero lo
que también sabíamos es que ése era nuestro destino. Se acercó lentamente a mi
boca, apoyó su frente contra la mía, rozó su nariz con la mía, articuló un ‘qué
locura’ y, como si el mundo se fuera a romper en mil pedazos, me besó muy
dulcemente, como si en aquel momento cualquier otro roce lograse deshacerme
para siempre. Para siempre.
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